SOBRE LOS SUFRIMIENTOS O DICHAS DEL ALMA DESPUÉS DE LA MUERTE
El cuerpo es el instrumento del dolor; si no su causa primera, por lo
menos su causa inmediata. El alma tiene la percepción del dolor, percepción que
es en efecto el recuerdo que de él conserva; y, aunque puede ser muy penoso, no
tiene acción física. El frío y el calor no pueden, en efecto, desorganizar los
tejidos del alma, que no puede helarse ni abrazarse. Es sabido que las personas
a quienes se ha amputado un miembro continúan sintiendo el dolor de él, aunque
ya no exista el miembro. Ciertamente no está localizado el dolor en aquel
miembro (inexistente) ni que de él parte ese dolor, sino que es el cerebro el
que conserva durante un tiempo esa impresión. Puede creerse, pues, que sucede
algo análogo en los sufrimientos del espíritu después de la muerte.
El periespíritu (ya explicamos que él es una especia de envoltura con
una naturaleza parecida a la electromagnética que une al espíritu o al alma con
el cuerpo carnal) desempeña importantes funciones en todos los fenómenos
espíritas, como las apariciones vaporosas o tangibles, el estado del espíritu
en el momento de la muerte y en los subsiguientes, es el encargado de generar la
idea tan frecuente de que se vive aún, el que genera el sorprendente
espectáculo post-mortem de los suicidas, de los ajusticiados, de las personas
que se han entregado por completo a los goces materiales y de muchos otros.
Pues bien, un estudio más profundo de él, del periespíritu, ha venido a hacer
luz en este asunto dando lugar a las explicaciones que, en forma resumida, se
pasa, aquí, a dar.
EL PERIESPÍRITU es el lazo o el adherente (por llamarlo de alguna
manera) que une el espíritu a la materia del cuerpo; el periespíritu toma ese
medio de cohesión del medio ambiente, del fluido universal; contiene, de la
electricidad, un fluido o campo magnético. Pudiera decirse que es una esencia
más de la materia. Es el principio de la vida orgánica; pero no el de la intelectual,
ya que esta reside en el espíritu. Es, por otra parte, el agente de las
sensaciones externas. Semejantes sensaciones están localizadas en el cuerpo, en
los órganos que le sirven de conductos. Destruido el cuerpo, las sensaciones se
hacen generales, y de ahí por qué no dice el espíritu, por ejemplo, que le
duele la cabeza más que los pies.
Desprendidos y separados ya el cuerpo y el espíritu, este último puede
sufrir, pero este sufrimiento no es el del cuerpo y, sin embargo, no es un
sufrimiento exclusivamente moral como podría ser el remordimiento, puesto que
se queja de frío y de calor. No sufren más en invierno que en verano, y puesto
que hemos visto a alguno atravesar las llamas sin experimentar sufrimiento
alguno significa que la temperatura no les causa, pues, impresión alguna. El
dolor que sienten no es físico propiamente dicho, sino un vago sentimiento
íntimo del que no siempre se da perfecta explicación el mismo espíritu,
precisamente porque el dolor no está localizado, ni es producido por agentes
externos. Es más bien un recuerdo que una realidad. No obstante, a veces, sin
embargo, es más que un recuerdo, según vamos a ver.
La experiencia nos enseña que, en el momento de la muerte y en los
subsiguientes momentos, el periespíritu se desprende más o menos lentamente del
cuerpo. Durante los primeros momentos, el espíritu no se explica su situación;
no se cree muerto, se siente vivo, ve su cuerpo a un lado, sabe que le
pertenece y no comprende por qué está separado de él. Semejante estado dura
mientras existe un lazo o un medio de adhesión entre el cuerpo y el
periespíritu. Un suicida nos decía: "No, no estoy muerto" y añadía:
"Y, sin embargo, siento como me roen los gusanos". Ciertamente que
los gusanos no roían el periespíritu y menos aún al espíritu, sino al cuerpo.
Pero como no era aún completa la separación del cuerpo y del periespíritu,
resultaba una especie de repercusión moral que le transmitía la sensación de lo
que en el cuerpo se realizaba. Quizá "repercusión" no es la palabra,
porque podría dar la idea de un efecto demasiado material; y, más bien, la
vista u observación de lo que le ocurría a su cuerpo, al que le ligaba aún el
periespíritu, le producía una ilusión que tomaba por la misma realidad. Así,
pues, no era un recuerdo, porque durante la vida no había sido roído por
gusanos, sino que era el sentimiento de su estado actual. De este modo se
comprenderán las deducciones que pueden hacerse de los hechos cuando
atentamente se les observa. Durante la vida el cuerpo recibe las impresiones
externas y las transmite al espíritu por mediación del periespíritu que,
probablemente, constituye lo que se llama el fluido nervioso. Muerto el cuerpo
nada siente, porque carece de espíritu y de periespíritu. Este, separado del
cuerpo, experimenta la sensación; pero, como no la recibe por un conducto
específico y limitado, se hace general la sensación. Luego, como en realidad no
es más que un agente de transmisión, pues el espíritu es el que tiene
conciencia, resulta que, si pudiese existir un periespíritu sin espíritu, no
sería más sensible que el cuerpo después de muerto, del mismo modo que, si el
espíritu careciese de periespíritu, sería inaccesible a las sensaciones
penosas, lo cual tiene lugar en los espíritus totalmente purificados. Sabemos
que, mientras más se purifican, más etérea se hace la esencia de su
periespíritu, de donde se deduce que la influencia material disminuye a medida
que el espíritu se hace menos grosero.
Pero se dirá: las sensaciones gratas como las desagradables, son
transmitidas al espíritu por el periespíritu, y si el espíritu puro es
inaccesible a las unas, debe serlo igualmente a las otras... Indudablemente que
sí, respecto a las que provienen únicamente de la influencia de la materia que
conocemos. El sonido de nuestros instrumentos y el perfume de nuestras flores
no le causan impresión alguna; y, sin embargo, existen en él sensaciones
íntimas y de un indefinible encanto del cual ninguna idea podemos formarnos;
porque, en este punto, somos como los ciegos de nacimiento respecto de la luz.
Sabemos que existe; pero, ¿de qué modo...? Hasta aquí llega nuestra ciencia.
Sabemos que existen en ellos percepciones, sensaciones, audición y visión; que
estas facultades son atributos de todo el ser, y no de una parte de este como
sucede en el hombre; pero, volvemos a preguntarlo, ¿por qué medio? No lo
sabemos. Los mismos espíritus no pueden explicárselo, porque nuestro idioma no
está creado de modo que con él se expresen ideas que carecemos, como en el
elemental o básico lenguaje de los salvajes no se encuentran términos para
expresar las ideas contenidas en nuestras ciencias avanzadas, en nuestras
tecnologías de última generación o en nuestras doctrinas filosóficas.
Al decir que los espíritus son inaccesibles a las impresiones de
nuestra materia, queremos hablar de espíritus muy elevados cuya envoltura
etérea no tiene análoga alguna en La Tierra. No sucede lo mismo con los
espíritus que tienen más denso el periespíritu, los cuales perciben los sonidos
y olores terrestres, pero no por un conducto o por una parte limitada de su
individualidad, como cuando vivían. Podría decirse que las vibraciones
moleculares se hacen sentir en todo el ser, llegando así al sensorio común que
es el mismo espíritu, aunque de un modo diferente y quizás con diferente
impresión, lo que produce una modificación en la percepción. Oyen el sonido de
nuestra voz y nos entienden sin necesidad de entender nuestras palabras, por la
sola transmisión del pensamiento. Y viene, en apoyo de los que decimos, el
hecho de que la penetración es tanto más fácil cuanto más desmaterializado está
el espíritu. En cuanto a la vista, es independiente de nuestra luz. La facultad
de ver es atributo esencial del alma, para la cual no existe oscuridad; pero es
más basta y penetrante en los que están más purificados. El alma o espíritu
tiene, pues, en sí misma la facultad de todas las percepciones. Durante la vida
corporal están entorpecidas por la imperfección de nuestros órganos, y en la
extracorporal disminuye semejante entorpecimiento, a medida que se hace más
transparente su envoltura semimaterial.
Esta envoltura tomada en el medio ambiente, varía según la naturaleza
de los mundos. Al pasar de uno a otro, los espíritus cambian de envoltura como
nosotros de vestido al pasar de invierno a verano, o de un polo al Ecuador.
Cuando los espíritus más elevados vienen a visitarnos, revisten, pues, el
periespíritu terrestre, realizándose entonces sus percepciones como las de los
espíritus vulgares; pero todos ellos, los inferiores como los superiores, no
oyen y sienten más que lo que quieren. Sin tener órganos sensitivos, pueden a
su gusto hacer que sus percepciones sean activas o nulas, y solo se ven
obligados a oír una cosa: los consejos de los espíritus buenos. La vista es
siempre activa en ellos; pero pueden hacerse invisibles los unos a los otros.
Según el lugar que ocupan, pueden ocultarse a los que le son inferiores; a la
inversa no. En los momentos subsiguientes a la muerte, la vista del espíritu
está siempre turbada y confusa, aclarándosele a medida que se desprende y puede
adquirir la misma lucidez que durante la vida, independientemente de su
penetración a través de los cuerpos que son opacos para nosotros.
Toda esta teoría, se dirá, no es muy tranquilizadora. Nosotros
creíamos que una vez desprovistos de nuestra grosera envoltura carnal,
instrumento de nuestros dolores, no sufriríamos más, y ahora nos venís con que
aún habremos de sufrir; poco importa que sea de este o de aquel modo, al fin y
al cabo sufrimos... ¡Claro que sí, aún podemos sufrir mucho y por mucho tiempo!
Pero también existe la posibilidad u opción de dejar de sufrir a partir del
momento en que terminamos la vida corporal.
Los sufrimientos de La Tierra son a veces independientes de nosotros;
pero en muchas ocasiones son consecuencia de nuestra voluntad. Remontémonos a
su origen, y se verá que el mayor número es consecuencia de causas que
hubiésemos podido evitar. ¿Cuántos males, cuántas dolencias no debe el hombre a
sus excesos, a su ambición, a sus pasiones, a su estrés, en una palabra: El
hombre que siempre haya vivido sobriamente y también tranquilamente, que haya
sido siempre sencillo en sus gustos y modesto en sus deseos, se evitará no
pocas tribulaciones. Lo mismo sucede al espíritu, cuyos sufrimientos son
siempre producto del modo como ha vivido en La Tierra. Ciertamente no padecerá
de cáncer ni de artritis; pero tendrá otros sufrimientos que, como tal, no se
quedan atrás. Hemos visto que estos son resultado de los lazos que aún existen
entre él y la materia; que mientras más se desprende de ella o, de otro modo,
que mientras más desmaterializado está, menos sensaciones penosas experimenta,
dependiendo de él, por lo tanto, librarse de semejante influencia desde esta
vida. Tiene su libre albedrío y, por consiguiente, la elección de hacer o dejar
de hacer:
Que no tenga odio, ni envidia, ni rabia por la prosperidad ajena, ni orgullo, que no quite lo
ajeno incluyendo asuntos materiales, vidas y derechos ajenos; que no adultere
la verdad en lo que dice, que no se angustie por lograr ambiciones materiales y
terrenales, que no se deje dominar por el egoísmo, que no se valga y aproveche
de los demás de manera tramposa, que no engañe, que maneje con mesura y
circunspección sus inclinaciones carnales naturales; que purifique su alma con
buenos sentimientos, que practique el bien y nunca el mal, y que no dé a las
cosas de este mundo más importancia de la que merecen y, entonces, hasta bajo
la envoltura corporal, estará purificado y desprendido de la materia y, al
separarse de ella, no sufrirá su influencia. Los padecimientos físicos que haya
experimentado no le dejarán recuerdo alguno penoso, no le quedará de ellos
impresión alguna que sea desagradable, porque solo al cuerpo y no al espíritu,
habrán afectado. Se considerará feliz al verse libre de aquella envoltura, y la
tranquilidad de la conciencia le emancipará de todo sufrimiento moral.
Hemos
interrogado sobre el particular a miles de espíritus, que han pertenecido a
todos los órdenes sociales, a todas las posiciones de la sociedad; los hemos
estudiado en todos los periodos de su vida espírita, desde el momento de la
muerte; paso a paso los hemos seguido en la vida de ultratumba para observar
los cambios que en ellos se operan, así en sus ideas como en sus sensaciones y,
sobre semejante asunto, no son los hombres comunes y corrientes los que nos han
proporcionado los puntos de estudio. Y siempre hemos observado que los
sufrimientos están en relación de la conducta, cuyas consecuencias
experimentan, y que aquella nueva existencia es origen de inefable dicha para los
que han seguido el buen camino, de donde se deduce que los que padecen, es
porque así lo han querido y que solo a ellos debe culparse, así en éste como en
el otro mundo.